El nacimiento de la escritura no solamente significó una nueva forma de comunicarse, sino que, fundamentalmente, posibilitó una nueva organización social, que es el Estado. La escritura, esta nueva forma de significar la realidad, constituyó lo que Juan Samaja llama la macrosemiótica gramatocentrada, es decir, la organización de la sociedad en torno de la palabra escrita.
Pero hasta la Edad Media el autor era un personaje distinto de quien escribía, del escriba. Así, escribir era un oficio. Cuando se inventa la imprenta esta separación se vio acentuada ya que la letra impresa originó nuevos oficios basados en nuevos conocimientos, artesanales todos: el tipógrafo, el impresor, el corrector, etc. Y esto se ha mantenido hasta nuestros días, en los que dentro del mundo editorial, el autor es solamente uno de sus elementos constitutivos. Pero con el advenimiento de la tecnología, y sobre todo con su multiplicación exponencial en las últimas décadas, este panorama cambió sustancialmente porque ella permite ahora que el creador sea al mismo tiempo autor, tipógrafo y editor. Nosotros tenemos ejemplos interesantes entre nosotros, con estos jóvenes egresados de nuestra carrera, que han editado sus obras de manera artesanal, aprovechando todo lo estético que puede ofrecer el material poco usual en estos menesteres. Pero el mejor ejemplo es la edición artesanal que Humberto Hauff hizo de su novela premiada “El militante”, producida por él con la tecnología familiar que ofrecen las computadoras e impresoras, no guardando diferencias con los libros de tirada masiva, salidos de las grandes empresas editoriales.
Y esto también ha abierto un nuevo panorama porque gracias a la tecnología el texto incorpora elementos de la imagen (figuras, colores, tamaños, movimientos, etc.). No obstante, su uso provoca dos miradas diferentes y casi opuestas, porque mientras por un lado ese potencial es visto como un enriquecimiento en las posibilidades expresivas, por otro, se piensa que su uso termina por considerar al lector como incompetente para cumplir una lectura del texto lisa y llana, pudiendo él hallar lo relevante, y no que el autor o los impresores asuman esa responsabilidad señalándosela mediante subrayados, negritas, viñetas, colores, etc.
No obstante esta evolución registrada de la lengua escrita, no parece haber sido correspondida por la afición a la lectura, no al menos en lo que a las aulas se refiere. Nuestros alumnos, en todos los niveles del sistema educativo formal, registran serias dificultades no solamente para hallar las ideas relevantes de los textos, sino ya en la simple lectura superficial de ellos. Pedir a nuestros alumnos que lean en voz alta, en clase, es visto por muchos docentes como una pérdida de tiempo porque deben ellos terminar con la actividad por las interrupciones y errores de decodificación que entorpecen el objetivo buscado. Y esto, aunque la escuela aumentó los años de escolaridad, no se ha reflejado en resultados más exitosos.
A esta altura de la charla, me parece relevante recurrir a las ideas de dos autoras ineludibles en el análisis de esta temática como son Emilia Ferreiro y Paula Carlino. Justamente la primera de ellas sugiere que es necesario un replanteo de los conceptos de analfabetismo. Ya el primero se debió hacer cuando se vio que muchas personas que fueron escolarizadas un cierto tiempo y que luego abandonaron el sistema educativo sin terminar su formación, al cabo de los años perdían los conocimientos adquiridos, y se debió llamarlos “analfabetos funcionales”, señalando así su diferencia con quien nunca estuvo en contacto con esos aprendizajes. Pero ella insiste en que hoy por hoy, hay una nueva categoría incorporada sobre todo por los países con mayor desarrollo, que son los iletrados, ciudadanos a los que su educación básica no les alcanzó como para ser lectores en sentido pleno, que no frecuentan la lectura de forma diaria, ni les ha despertado el gusto por ella, y mucho menos el placer de leer.
Pero en la Universidad se sigue hablando de analfabetismo. Tal es el caso de la investigadora Paula Carlino. Esta autora habla directamente de alfabetizar a los ingresantes universitarios porque los textos que circulan en el ámbito de esos estudios exhiben diferencias tan sustanciales con los que han frecuentado en la escuela media, que actúan ante ellos como si no tuviesen la formación necesaria para comprenderlos. Puede sonar exagerado, pero no hay que indagar mucho para comenzar a concordar con ella. Ejemplos hay de sobra, y si se busca uno, el más reciente, se puede hallar justamente en la Universidad Nacional de Cuyo, en la que se ha debido programar un curso (optativo por ahora) para alumnos de los últimos años cuya impericia lingüística les impide aprobar los trabajos escritos. Dicen en esa casa de estudios que cerca de la mitad de los estudiantes que intentan presentar una tesis, ella es rechazada no por su contenido pretendidamente científico o académico, sino por los errores gramaticales que exhiben, y que los torna inaprobables.
Hace unos años se recibía solamente un 4% de los estudiantes de posgrado. Cifras recientes informan que esa cifra trepó al 9%. Uno podría pensar que se ha avanzado en ese sentido pero en realidad la diferencia es aparente, porque las que aumentaron son las ofertas de posgrado, abriéndose una multiplicidad de especializaciones que, planteando menores exigencias en los trabajo finales, permite una mayor graduación. Es decir que el problema sigue igual, y la elaboración de los trabajos finales se ha convertido en un verdadero cuello de botella aún irresuelto.
Y si esto pasa en la educación cuaternaria, en las carreras de grado se comenzará a acentuar esta problemática pues las exigencias que se están planteando en la redacción de los nuevos currículos se están profundizando, en particular, en las carreras que están sometidas a acreditación. Basta con ver lo que se ha establecido en estos nuevos proyectos de planes de estudio para las ciencias biológicas y físicas, hablando de la formación en los aspectos lingüísticos: